DPM
enero 28, 2021
enero 16, 2021
Érase una vez (Parte 2)
En un mundo en el que la gente de tu alrededor te violenta física y psicológicamente hablando, el ser humano tiene delante alguna que otra decisión por tomar. Pero quizá la más importante sea el elegir si prefieres luchar o rendirte. Estas dos respuestas llevan irremediablemente a hacer de tu mundo algo muy cruel e indigno. Pero no tantos se plantearon simplemente la doctrina estoica, aguantar. Aguantar no es luchar ni rendirte, pero es las dos cosas al mismo tiempo, sin embargo. Es una compleja solución para un problema sencillo y difícil. Un elegante broche a la respuesta que te conviene y que sin embargo deja secuelas mucho mas que inteligibles.
En mi caso fue aislarme por completo de la sociedad y vivir mi propia vida con mis aciertos y errores sin esperar nada de nadie ni nada a cambio de nada. Incluso cree una burbuja a mi alrededor que solo podían atravesar las mentes de los escritores ya fallecidos a los que leía incesantemente. Me encerré en mundos de imaginación supina donde yo tenía el poder de decidir mi propio destino, sin intermediarios, sin consecuencias buenas o malas. Solos yo, mi espada y mis monstruos por derrocar en sus malvados tronos de incomprensión.
Con el tiempo, esa burbuja se fue retroalimentando como el que pasa de inventar un mecanismo primario a una máquina de proporciones épicas. Mi mente había estado trabajando a mis espaldas mientras yo pernoctaba en fase REM y ella misma se retroalimentaba de esa mezcla de ego auto otorgado y de rabia y furia por vengarme de aquellas personas y situaciones en la vida que me habían hecho sufrir y padecer. Y el resultado fue algo brillante, una Super doble personalidad.
Hago aquí una pausa para dejar bien claro que en modo alguno se trataba de una enfermedad que me hacía actuar de manera errática o suponía cambios de humor radicales en un microsegundo. Sino más bien un escudo mas grande que el de cualquier emperador. Una personalidad chocante y efusiva que me permitiría relacionarme y vivir el día a día en una especie de modo stand by.
Para cuando me di cuenta de lo que mi propia mente había creado ya era demasiado tarde como para luchar contra ello, así es que decidí sacarle el mayor partido que pudiera. Nunca más y desde entonces me importarían realmente las ofensas, las conversaciones irrelevantes o la opinión en general de aquellas personas que no tuvieran mayor trascendencia para mí.
Me hice fuerte, muy fuerte, tanto que sin darme cuenta me había enfrascado en un sinfín de noches de bohemia sin ilusión y solo endulzadas por los licores que me permitían apenas recordar un ápice de la noche anterior.
Pero, sin embargo, mi otra parte del cerebro tampoco estaba trabajando porque las injerencias de mi perfil sociópata superfluo me impedían tener horas rentabilizables de trabajo para conmigo mismo al día siguiente.
De repente, un buen día, tras dos conversaciones con dos personas cuya opinión y trabajo siempre respeté me abrieron los ojos y me despertaron tirándome un cubo metafórico de agua sobre mi mente dormida para solo entonces darme cuenta de que llevaba tiempo sin haber nadie al volante. Y era la hora de volver y limpiar el estropicio, o al menos de evitar por todos los medios que volviese a suceder alguna vez.
Y tras ese momento, volví a mirar al cielo en busca del criterio de las que siempre habían sido mis guías espirituales y el método mas propedéutico de mi imaginación, las estrellas, las fugaces y las que no lo eran. Al fin de cuentas, como dice la ya resabida frase: “dicen las estrellas que los fugaces somos nosotros”.
Así pues y sólo después de comprender que una estrella fugaz en realidad es solo algo que nosotros vemos a destiempo y mal, entendí que me sentía mucho más cómodo cuando ellas o quienes fuera que vivieran en ellas me dieran las respuestas que yo necesitaba. Y que no necesitaba quizá pedir como deseo “volar” sino “volver a volar”, porque yo ya había volado, estoy seguro de ello, quizá no con mi cuerpo, pero si con mi mente.
Algo más fácil de entender para un budista que para un agnóstico de a pie. Todas mis respuestas estaban ahí arriba, sólo necesitaba sacar mi mano y usar la pantalla táctil que mi mente se encargaba de dibujar sobre el mapa de estrellas. Y ese día, ese día cambió todo.
Érase una vez (parte 1)
¿A dónde va el humo del cigarro que te fumas mientras contemplas el cielo estrellado? ¿Qué es la pareidolia? ¿Por qué el ser humano es tan sencillo y complejo a la vez como para dejarse influenciar por un vídeo de internet mientras alguien a tu lado se pregunta si hay algo más después de la muerte?
Corrían principios del siglo XXI cuando empecé a hacerme todas estas preguntas. Desde que era muy pequeño siempre entendí que estaba muy despierto o muy loco, algo que dependía rotundamente del interlocutor con el que estableciese un tema de conversación o con quien me mirase según en que momento de mi vida.
¿Es extraño sentirse más cerca de casa cuando estás absolutamente ensimismado, perdido en un mar de estrellas mientras la tortículis te devora por instantes? No sé si algún día sabre a ciencia cierta la respuesta, pero sí sé que llevo y llevaré cada día de mi vida haciéndome estas y otras muchas preguntas.
A decir verdad, mi vida es toda una incógnita. Nunca tuve mucho aprecio por permanecer seguro, guardar las distancias o ser ahorrador. Mi vida es un compendio de situaciones en las que los errores marcan la pauta con períodos muy señalados de luz y oscuridad. En mis poco mas de 30 años he visto, vivido, sufrido, pensado y llorado lo que una persona que podamos designar como normal o estándar hace en toda su vida.
He tenido accidentes de coche, me han atropellado, me he roto varios dedos e incluso tengo una placa que me permite hacer uso de uno de mis índices. He sufrido dolores inconmensurables, he perdido una tercera parte de la sangre del cuerpo, me han tenido que reconstruir la nariz por haber tenido alguna clase de defecto de fábrica y muchas otras cosas que no enumeraré para no aburrirme a mí mismo.
Y mientras todo eso pasaba yo salía cada noche a mirar las estrellas, fumarme un cigarro, escuchar a Coldplay y a Oasis para sentir que mi mundo, después de todo, no estaba tan mal.
Con el paso de los años ya bien entrada la segunda década de siglo las cosas no iban tal y como yo las había planeado. Parece que después de todo el bullying y el vivir fuera de la ciudad habían hecho de mi una especie de bicho raro que sólo se empeñaba en saber como funcionaba el mundo y tras un breve tiempo había parecido comprender que para poder encajar en el juguete de la sociedad debía ser otra cosa muy distinta. Craso error el mío. Me enfrasqué en fiestas universitarias, situaciones dedicadas al uso y disfrute de personas y situaciones que nada tenían que ver con lo que yo había sido tiempo atrás.
Pasado un tiempo comprendí que todo había sido una gran perdida de tiempo. O no. Había vivido increíbles experiencias sin mirar el reloj o el calendario. Había conocido cientos de personas y visitado los mejores y peores sitios donde alguien querría ir.
Me dejé llevar por la situación y cuando la situación se me venía encima y era el momento de tomar decisiones yo dejaba que el alcohol decidiese por mí. No fue difícil después de todo el dejarse llevar con los ojos cerrados. Si, tuve mis problemas del día a día para costearme un tren de vida, que lejos de ser alto o caro en valores monetarios, sí lo era en términos de salud física y mental. Un día el que había sido uno de mis mejores amigos en esta vida falleció fruto de una maldita enfermedad degenerativa, pero por aquel entonces yo ya no sentía nada ni siquiera con respecto a mí mismo. Fue mucho más difícil cuando por fin abrí los ojos y me di cuenta de que había dejado de disfrutar de algunas personas que habían estado ahí para mí, aunque no fuesen tantas, pero si las suficientes.
Cuando entré en la facultad de derecho lo primero que me dijeron fue que la Justicia era un término relativo. Y que todo cuanto creía sobre la justicia había de ser puesto en tela de juicio. Por aquel entonces no le di mucha importancia, pero en los años venideros comprendería perfectamente a que se estaba refiriendo ese profesor.
Yo nunca le di demasiada importancia a los prejuicios ni a ciertos valores intrínsecos de la sociedad que, a mi modo de ver, no hacían sino dilatar la ínfima distancia que siempre hubo entre lo bueno y lo malo.
Después de todo, ya había comprendido, que lejos de
equivocarse el profesor, efectivamente la justicia era, en efecto, relativa.
Ese día comprendí además que mentir no era algo tan malo ni tan poco común
siempre que uno no se mintiese a sí mismo. No podemos obviar el hecho de que,
nos guste mas o menos, la gente al final actúa por una especie de interés
propio que no es ni más ni menos que una declaración tácita de que la idea
primigenia por excelencia del ser humano es la propia supervivencia. Y en un
mundo donde no hay dinosaurios ni otras bestias que marquen las pautas de lo
que es un entorno hostil, es el propio ser humano su propia bestia. El hombre
es un lobo para el hombre como ya dejó caer Hobbes hacía un tiempo.
DPM