octubre 22, 2011

Erase una vez un hombre precavido…




Había una vez un hombre al que le gustaba tenerlo todo controlado. Ya desde sus orígenes era predecible que no sería un fanático de lo incierto precisamente. Sus padres ya distaban mucho de ser impredecibles. Eran a lo incierto lo que el blanco al negro. Cuando nació sus padres ya le tenían preparada la comunión.
Cuando el chico creció fue adquiriendo esas facultades de prever todo cuanto sucedería en derredor. El chico tenía una lista predefinida en itunes, un número determinado de amigos en facebook, un filtro para las fotos y los mensajes y hasta desvíos en el móvil para llamadas de números desconocidos. El chico no iba a tener que ahorrar tres sueldos precipitadamente para comprar el anillo de pedida de su cierta futura boda.
Cuando el chico tenía 20 años era lo más distante a indiana jones que uno pudiera contemplar. Cuando tenía 40 por supuesto no se encontraba ni la mitad de bien conservado, porque a veces el haces cosas impredecibles te mejora. El chico fue creciendo y había cosas que no entendía, pero a pesar de todo, consiguió salir adelante con su peculiar vida, tuvo una boda como siempre soñó…o casi. Nunca disfrutó de un atardecer en una montaña porque ello resultaba arriesgado. Nunca volvió un minuto más tarde de las 12 a casa porque tampoco sabía lo que la noche podría depararle. Tampoco tuvo jamás un ataque de locura para emprender un viaje o para jugar una partida de póker.
Recorría todos los días 5 kilómetros en bicicleta porque sabía que no podía hacer depender su seguridad e integridad de los frenos de una maquina cuasi totalmente automatizada y cuyo sistema no podía ver. Odiaba la ciencia ficción porque no soportaba imaginar algo que no existía realmente. Prácticamente dudaba hasta de respirar y solo lo hacía porque le era necesario.
Cuando este chico cumplió 80 años sin saber cómo ni por qué, sin una explicación aparente enfermó y cuando supo que era irreversible, que iba a morir, pensó en su propio epitafio. Pensó en que debía poner en el mismo, pero no encontró nada que poner. No encontró nada recalcable que mereciera mención, ni una palabra más alta que otra ni nada por el estilo.
Había llevado una vida ejemplar para consigo mismo y sus propios ideales heredados de sus padres. Pero entonces se dio cuenta de que no había vivido. Se dio cuenta de lo emocionante que debía resultar perderse, saltar una hoguera, viajar de un día para otro o casarte por amor y no en cumplimiento de un deber. Se dio cuenta de que jamás había disfrutado de los pequeños placeres y experiencias que nos depara la vida. Se dio cuenta de que no era nada ni nadie para decirle al destino como quería ser tratado. Pero ya era demasiado tarde. Se encontraba postrado en una cama solo, sin nada que poder hacer para poner tierra de por medio ante tanta incongruencia, sino que más bien la tierra le caería pronto sobre un ataúd muy caro que no sería nada vistoso a tres metros bajo tierra. Y entonces se dio cuenta de cuánto se había perdido por no ser, tan solo, una persona, y entonces tanta precaución de poco servía. Y entonces, el hombre cauto dejo de ser tal, pero ya solo pudo disfrutar apenas de un día en la tierra, solo un día y trató de disfrutarlo aun postrado en una cama, y entonces se fue, se fue, agotado, destrozado, pero cerró los ojos por última vez con una sonrisa que ni Caronte podría borrarle.

0 comentarios:

Publicar un comentario